En la crucifixión.
Era la hora nona. El sol había pasado su cenit. Su brillo no era tan intenso. La ciudad se notaba desierta, un caso muy extraño. Entre los visitantes, que en su mayoría venían al templo, y los locales el bullicio y la ocupación de las calles y edificaciones eran bastante intensos. Solo se escuchaba a un mendigo ciego.
-Una limosna para el ciego –rogaba.
Un murmullo lejano se oía, pero apagado. Un hombre encamino su rumbo hacia el sonido. Pasado un rato escuchó gritos y lamentos. Divisó una calle cubierta por mucha gente. De inmediato corrió y enfrentó un tumulto que contemplaba fijamente a una procesión de soldados romanos y un centurión montado a caballo. Pero he aquí, que había un campo abierto en el centro de la calle. Se encaramó a una roca vecina y pudo contemplar, con holgura, el evento que tomaba curso. Un hombre joven de constitución fuerte cargaba una muy pesada cruz de madera. Cuando pasó cerca notó que llevaba una corona de espinas en su cabeza. Él movía sus pies pesadamente y su torso iba encorvado. Casi no le veía la cara, la que llevada inclinada y semi cubierta por su cabellera.
Algunos de los espectadores gritaban:
-Crucifíquenlo es un falso maestro.
Otros exclamaban:
Decías que eras un rey ¿Dónde está tu reino?
Y un grupo más reducido, con cara de sufrientes, rogaba:
-No, no le hagan daño.
El hombre, en curiosidad, acompañó a la marcha. Se mantenía cercano al reo. Le miraba con cierto pesar. Al paso del tiempo el convicto perdía fuerzas. Inesperadamente cayó sobre el terreno y el peso de la cruz lo magulló severamente. Él se quejó. Casi imposibilitado a levantarse y mucho menos levantar la cruz llamó la atención del centurión, quien identificó en el grupo al hombre que estaba cercano.
-Tú ayuda a cargar la cruz –le ordenó.
Una vez que el procesado fue auxiliado marcharon camino a la ejecución. En el lugar señalado, éste fue amarrado y clavado a la cruz. En la que continuó su agonía.
El hombre a pocos metros le observaba. Se preguntaba que habría hecho para recibir tal castigo. Y sintió cierta conexión con el culpado. Cuando el crucificado comenzó a murmurar. El hombre le escuchó con atención.
-Perdónalos -dijo el de la cruz-. Te entrego mi espíritu-. Y colgado quedó en muerte.
Seguidamente el cielo se desplomó. Parecía el fin de los tiempos.
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