EN LA PENUMBRA
Sombría era la tarde. Las montañas ya se dispersaban en un verde turquesa. Las guacamayas en manto primoroso de un azul de Persia y amarillo de sol toscano garrían. Penetrando el silencio de la tarde. El sol se despedía en brillante color caramelo.
La vecindad era de origen humilde. Los seres volvían de una jornada larga y dura. La fatiga y el hambre los consumía. Un jovenzuelo caminaba taciturno. Sus zapatos ya exhibían su uso prolongado torturando sus pies. Al levantar la vista divisó su casucha a distancia corta. Respiró profundo en antelación al descanso que venía. Al llegar a su vivienda percibió un olor rancio.
Repentinamente notó la ventana forzada sin marco ni madera. El viento zarandeaba la improvisada cortina de una tela agujereada. La cautela lo previno. Casi aguantando su respiración entró. De un vistazo recorrió la estancia. Todo se veía igual. Cuando intentaba sentarse vio la vela encendida sobre la mesa. Su memoria en repaso le brindo una pista. Algo estaba diferente.
-Pero si yo la dejé apagada –susurró-. Alguien se metió –aceptó el adolescente.
Su respiración inició un agite. Afinó su oído en búsqueda de algún ruido. La nada le devolvió silencio. En la cocina un trozo de pan estaba incompleto. En el siguiente instante algo se abalanzó sobre él aprisionando su garganta con un brazo. Sintió el aliento aguardentoso. Trato de defenderse. Con sus manos y brazos buscaba liberarse del atacante. Casi sin aire se esforzaba por inhalarlo. Gritó dominado por el pánico. Pateó al malandro en la espinilla. Pero le mantenía prisionero. Pálido por el miedo. Con el corazón latiendo aceleradamente. Codeaba sin conseguir soltarse.
De inmediato el perpetrador desenvainó un cuchillo. Su filo brilló con la escasa luz de la vela. El primer cuchillazo penetró entre las costillas de la espalda del atacado. La herida se rasgó. Comenzó a sangrar.
-¡Ay! se escuchó.
Luego perforó un segundo ataque. El chico se estremecía en desesperación. Y una tercera vez volvió a herir. Sus brazos y puños perdieron fuerza. Cayeron lánguidos a los lados de su cuerpo. El atacante aflojó liberando el cuerpo. Éste se desparramó sobre el piso formando una silueta grotesca. El líquido rojo oscuro se escapaba del moribundo. Al rato su respiración se fue atenuando. Una mirada vidriosa dominó su rostro. Inerte quedó.
El atardecer había huido. Las sombras de la noche invadían sin piedad el ambiente. Un silencio imperó. Había paz muy propicia para el descanso, más no el descanso eterno.
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