Soplaban los vientos primaverales. En un vasto bosque los árboles crecían a alturas inimaginables. El monte se extendía apretándose al terreno. Las ramas se inclinaban bajo el peso de las flores. Un mosaico de colores sorprendía a la vista. Un joven lo visitaba con frecuencia. Le atraía la belleza del paraje. Cazaba ciervos con frecuencia, en soledad.
-Estoy solo. Qué extraño soy –habló al paisaje.
Una ninfa se ocultaba en el bosque. Ella espiaba al muchacho. Ya le ha había contemplado muchos días. Y prendada de su apostura le seguía. Ella acarreaba una maldición. Ejecutada por una diosa. Por lo que ella solo podía repetir la última palabra de lo que los otros expresaban.
El muchacho notó que le seguían. Sorprendido preguntó:
-¿Quien anda ahí?
De inmediato la ninfa le respondió.
-Ahí. Ahí.
-Quiero verte. ¿Dónde estás? –le replicó el jovenzuelo. De inmediato ella se descubrió. Corrió hacia él. Abrazándole en emoción. Pero él sorprendido la rechazó. Y empujándole la apartó.
-Vete. No te acerques –le gritó
La ninfa entristecida se alejó hasta el borde lejano del bosque. Llorando. Solicitó a los dioses un castigo para el muchacho cruel. Y en desventura vivió en soledad. Consumiéndose hasta quitarse la vida.
Una diosa en respuesta guió al joven, que en vagancia se hallaba, hasta el borde de un lago. Quien se asomó al agua cristalina. Sorpresivamente, el joven encontró en el fondo el reflejo de sí mismo.
-¿Quién eres? ¿Acaso soy yo mismo?- exclamó.
Presa del enamoramiento, él fue incapaz de retirarse. No podía tocar su imagen por temor a dañarla. Imposibilitado de dejar de mirarla. Ansioso se lanzó al agua para alcanzarla. Se ahogó. Entregó su vida en desespero.